miércoles, 3 de junio de 2009

Unos zapatos plateados


Para Ainhoa

Había una vez una niña de pelo rizado y ojos negros, de mirada pícara y acento del sur al hablar. Era alegre y coqueta, revoltosa e inquieta y le gustaba muchísimo jugar. De hecho era lo que más le gustaba en el mundo. Todas las horas del día eran pocas porque jugar era lo más importante y lo más interesante del mundo. Se disfrazaba continuamente, se inventaba personajes, soñaba despierta con princesas y bailes. En el armario de su cuarto guardaba sus mayores tesoros, los que más le gustaban, los que más quería. Entre ellos estaban sus zapatos. Adoraba sus zapatos, cuando se los ponía podía ser todo lo que quisiera, una princesa, una bailarina, una cantante….. Y lo mejor de todo es que sus zapatos tenían tacón y llegaba a todas partes, si quería podía casi, casi tocar el cielo. Ese era el único pero en su vida, ese casi, ese casi significaba que aunque se pusiera sus zapatos más bonitos no llegaba al cielo y quería llegar. Quería unos tacones para tocar la luna. Esa luna que veía desde la ventana todas las noches, esa luna grande, clara y brillante, tan propia de las noches del Sur. Si pudiera tocar la luna una sola vez, si pudiera alcanzarla y ver la tierra y su casa desde allá, si pudiera mecerse y dormirse una sola vez en esa luna lunera se pondría tan contenta que no se le borraría jamás la sonrisa de la cara. Así pensaba mientras la miraba todas las noches, cuando todo el mundo en casa dormía.

Lo que no sabía la niña es que alguien la escuchaba también todas las noches. Era el Hada de los zapatos de tacón. Vivía muy lejos, en un lugar recóndito, escondida, porque la gente había dejado de creer en ella. Hacía mucho muchísimo tiempo había vivido entre la gente, entre desfiles, fiestas y bailes, entre reyes y reinas, príncipes y princesas. Pero esa época había terminado y ya casi nadie se acordaba de ella. Sin embargo cada vez que le llegaba un pensamiento de nuestra niña, sonreía, pensando que no todo el mundo había perdido el hábito de soñar.

Un día, viendo que se acercaba el cumpleaños de la niña, decidió hacerle un regalo. Era tan buena, tan divertida, tan feliz, que se lo merecía. Cogió unos zapatos preciosos, de brillantina plateada y tacón y los tocó con su varita mágica. Esa misma noche, cuando la niña suspiró por última vez al mismo tiempo que cerraba sus ojos y se quedaba dormida, el Hada los dejó en su armario junto a los demás zapatos.

A la mañana siguiente la niña se levantó, desayunó y como cada mañana corrió al armario para disfrazarse y jugar un rato. Nada más abrir la puerta del armario descubrió que había unos zapatos plateados nuevos y se los probó. Le encantaron, eran preciosos y le quedaban perfectos, como un guante. Eran maravillosos, ligeros, parecía que te convertías en pluma y flotabas. No se los quiso quitar en todo el día, por más que su madre le insistió, estuvo con ellos incluso a la hora de prepararse a dormir.

De pronto, algo la impulsó hacia un balcón de la casa. No sabía bien el qué, parecía que los zapatos la guiaban hasta allí. Se asomó y sintió con más fuerza que nunca que empezaba a flotar y de repente se dio cuenta de que realmente estaba flotando sobre los tejados de su ciudad. Los zapatos plateados de tacón la estaban acercando a la luna. Y la tocó y esa noche hasta pudo dormir en ella.

Al día siguiente despertó como siempre en su cama. Que sueño más bonito había tenido. Corrió como de costumbre a su armario y al abrirlo vió sus zapatos mágicos plateados de tacón y sonrió. Cuando su madre la miró mientras desayunaba no pudo dejar de pensar que jamás había visto una sonrisa tan plena ni luminosa en la cara de su hija.

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