Había una vez unos duendecillos pequeñitos, risueños y ruidosos que convivían con los humanos. Seres alegres, cantarines e inquietos. Curiosos por naturaleza, eran incansables. Querían descubrir los misterios de cada piedra de los caminos, de cada animalito que encontraban en los bosques. De cada hoja que caía en otoño, de cada flor que nacía en primavera, de cada copo de nieve en invierno, de cada rayo de sol en verano. Todo merecía ser tocado, observado, ser olido, ser chupado, ser experimentado.
Sus ojos eran brillantes y su mirada vivaracha. Sus pequeñas manos intentaban alcanzar lo que podían y lo que no podían. Sus piernecillas les llevaban corriendo a cualquier lugar interesante que tuviera algo nuevo que ofrecer.
Pero su tiempo no era el de los humamos. Ellos no tenían prisa, no tenían las mismas reglas ni las mismas preferencias. Sus inquietudes, sus prioridades eran distintas porque lo que más amaban era la vida y poder disfrutarla exprimiéndola. No entendían de obligaciones, ni de límites, ni de conveniencias, o al menos no de la misma manera que las personas. Su tiempo estaba lleno de risas y pompas de jabón, de castillos de arena y charcos de agua tras una mañana de lluvia. Su tiempo se paraba aquí y allá, para poder apreciar cosas que a ojos de los humanos eran invisibles. Para ellos no existía la palabra “mañana”, ni “luego”, ni “siempre” ni “nunca”. Ellos solo comprendían el ahora que era lo realmente importante. Todo llevaba su tiempo y cada cosa su ritmo, el ritmo de cada uno.
Los humanos intentaron convencerles de que el tiempo y las reglas eran necesarias. De que todo tiene un cuando y un por qué, de que la vida está llena de obligaciones e imposiciones por el bien de todos y aquellos duendecillos al ir aprendiéndolo, crecieron convirtiéndose en humanos también.
Pero también hubo quien, al observarles, decidió que su tiempo era hermoso, que recuperaba una sonrisa ya perdida, que revivía tiempos pasados llenos de caricias y de ternura. Y hubo quien quiso entenderles, quien quiso acompañarles en su aventura. Recuperar esa fascinación por la felicidad en las cosas simples hizo que perdurara entre nosotros, reservado para los niños, “el tiempo de los duendes”.
Sus ojos eran brillantes y su mirada vivaracha. Sus pequeñas manos intentaban alcanzar lo que podían y lo que no podían. Sus piernecillas les llevaban corriendo a cualquier lugar interesante que tuviera algo nuevo que ofrecer.
Pero su tiempo no era el de los humamos. Ellos no tenían prisa, no tenían las mismas reglas ni las mismas preferencias. Sus inquietudes, sus prioridades eran distintas porque lo que más amaban era la vida y poder disfrutarla exprimiéndola. No entendían de obligaciones, ni de límites, ni de conveniencias, o al menos no de la misma manera que las personas. Su tiempo estaba lleno de risas y pompas de jabón, de castillos de arena y charcos de agua tras una mañana de lluvia. Su tiempo se paraba aquí y allá, para poder apreciar cosas que a ojos de los humanos eran invisibles. Para ellos no existía la palabra “mañana”, ni “luego”, ni “siempre” ni “nunca”. Ellos solo comprendían el ahora que era lo realmente importante. Todo llevaba su tiempo y cada cosa su ritmo, el ritmo de cada uno.
Los humanos intentaron convencerles de que el tiempo y las reglas eran necesarias. De que todo tiene un cuando y un por qué, de que la vida está llena de obligaciones e imposiciones por el bien de todos y aquellos duendecillos al ir aprendiéndolo, crecieron convirtiéndose en humanos también.
Pero también hubo quien, al observarles, decidió que su tiempo era hermoso, que recuperaba una sonrisa ya perdida, que revivía tiempos pasados llenos de caricias y de ternura. Y hubo quien quiso entenderles, quien quiso acompañarles en su aventura. Recuperar esa fascinación por la felicidad en las cosas simples hizo que perdurara entre nosotros, reservado para los niños, “el tiempo de los duendes”.
Gracias por este regalo!!!
ResponderEliminarSENCILLAMENTE MARAVILLOSO
ResponderEliminarEs precioso, felicidades.
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