sábado, 8 de mayo de 2010

El puente


Una soleada mañana de primavera alguien tocó a la puerta con fuerza, tres veces. Al abrir, un soldado del Conde Alvar preguntó por el maestro albañil Gabriel. No dijo más, se quedó quieto en la puerta con actitud firme mientras el hijo pequeño que había abierto corría a llamar a su madre. La esposa del albañil salió a la puerta indicando al soldado que tendría que buscarlo en las obras de la catedral puesto que pasaba los días enteros allí, de sol a sol.

El soldado se giró para volver junto al pequeño séquito que le acompañaba, subió a su caballo y se dirigió a las murallas de la ciudad. Entraron por la puerta principal de la muralla, el arco de San Martín y se dirigieron a las obras de la futura catedral, justo al lado. Era mediodía y les tocó sortear a comerciantes, labriegos y un sinfín de gentes que entraban y salían.

Lo encontraron ayudando a dar forma al grandioso proyecto de catedral que se había iniciado años antes en el condado, bajo los auspicios del Conde Alvar y el obispo de la región. Las obras durarían años, lustros, quien sabe si siglos porque la ambición del Conde y del obispo no tenían límites y deseaban plasmarla en la nueva construcción bajo la excusa del tributo a Dios.

Cuando el soldado se topó con Gabriel, chocó con una mirada dura y ambiciosa. El ansia de fama hacía que sus ojos brillasen de un modo inquietante. El militar apartó unos metros al albañil de sus operarios y charlaron durante unos minutos. El encargo era bien simple, solo tenía que ser transmitido: El Conde Alvar, igual de ávido por pasar a la Historia que Gabriel le hacía un nuevo encargo. Un puente sobre el río que pasaba junto a las murallas del burgo. Un puente que facilitara más la comunicación con las poblaciones vecinas y diera más vida al mercado local. El conde deseaba que el mercado que se celebraba cada jueves fuera el de referencia en toda la región.

Gabriel no podía estar más satisfecho con su suerte. Haber aterrizado en las tierras de Alvar había sido un regalo divino. No debía desaprovecharlo. Había conseguido que el aristócrata confiara en él. Ahora se convertiría en un albañil rico: la catedral, el puente ¿quién sabe lo que podría venir después?

La obra del puente, que bien podía parecer sencilla si se comparaba con la catedral, por ejemplo, se convirtió en el eje central de la vida de Gabriel. Acentuó todos aquellos defectos que sus compañeros de gremio y subordinados aborrecían. Gabriel en su delirio decidió hacer un hermoso puente, sólido y bello que perdurara siglos y siglos para que su nombre no se perdiera en la sombra del pasado. Él ya no estaría pero los tataranietos de sus tataranietos, su estirpe, seguiría siendo conocida gracias a sus obras.

Se volvió aún más iracundo y exigente. Más avaro y codicioso. Explotaba a sus obreros. Soñaba con el puente día y noche. Se apartó de su familia, de sus amigos. Se retiraba a una estancia cedida por el conde, en una casa junto a las obras catedralicias con sus planos. Los cambiaba, los mejoraba, los volvía a revisar una y otra vez. Conforme más avanzaba el puente más acosados y cansados se sentían todos a su alrededor.

Una mañana, Gabriel bajó a supervisar como iban las obras. No había nadie en el lugar. La visión del puente a medio hacer sin el ajetreo habitual le dejó sin habla. Paralizado se quedó junto al río, sin creer lo que estaba viendo. Pasaban las horas y nadie aparecía y poco a poco Gabriel comprendió que le habían abandonado.

No podía permitir una afrenta así, justo en ese momento y tomó una decisión. Acabaría el puente él solo, como fuera, aunque el puente se llevara sus fuerzas y su vida. Consiguió convencer al Conde de su locura, nadie sabe cómo.

Durante los meses, los años siguientes, quien quisiera saber de Gabriel debía buscarlo en el puente. Había veces que conseguía algún obrero, hombres necesitados que llegaban al pueblo con sus familias y le pedían trabajo. Ninguno duraba demasiado. Aun así la obra avanzaba.

Llegó el día, quien sabe si con ayuda de la magia, tal y como se rumoreaba, que el puente de Gabriel quedó terminado. Pero el albañil, enfebrecido, obsesionado y medio loco quiso esperar a última hora de la tarde para colocar la última piedra. Quería hacerlo despacio, sintiendo cada movimiento pues esa última piedra era una victoria. Quería hacerlo solo.

Llegó la tarde, llegó la noche y Gabriel no apareció en su casa. Su mujer alarmada decidió salir al amanecer con el mayor de sus hijos a buscarlo. Y efectivamente, junto al puente lo encontraron:

Convertido en estatua de piedra con una de sus amadas herramientas en una mano.

1 comentario:

  1. Un relato estupendo, me he quedado clavada leyendo para conocer el final...
    Maravilloso.

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