sábado, 15 de mayo de 2010

Savia nueva

Foto: J. Rangel

A Lola.


I.

La noche era fría y desagradable. Llovía a mares y apenas se veía a un palmo de distancia. Las bajas temperaturas y el viento tampoco animaban mucho la velada. Lola comenzaba su turno. Bajó del coche con un ligero gesto de cansancio que desapareció en cuanto la lluvia le salpicó la cara. - Menuda noche de perros - pensó. En casa estaban calentitos y ¡dormidos! Cuando trabajaba de noche los dejaba acostados y ya plácidamente dormidos después de un par de cuentos, alguna conversación tardía y una lluvia de besos.

Trabajaba en una planta, digamos que algo distinta, si se comparaba con el ajetreo incesante del resto del complejo hospitalario. Era una planta más silenciosa, casi con un aire de recogimiento. Cuidaban de pocos pacientes pero más graves, allí los ingresos podían durar meses y el trato con el lado personal de los pacientes era fundamental. Las visitas de los médicos eran charlas más allá de lo puramente profesional y no se medían con los relojes de muñeca ni del control de enfermería. El ambiente serio de la planta, por la delicada situación de más de un enfermo, se daba la mano con el cariño que se respiraba también en la planta. Enfermeras y médicos trabajaban codo con codo y los enfermos recibían a los facultativos como si fueran de la familia.

Cuando Lola describía su trabajo cambiaba su expresión divertida para ponerse muy seria. Llevaba ya años en la misma planta y sus preocupaciones laborales habían cambiado mucho. Al principio quería que todo saliera perfecto, procuraba mimar los detalles más profesionales de sus labores. Con los años cambió, se humanizó, se ablandó, bajó la guardia. Ahora se preocupaba mucho más por la parte emocional del trabajo. Muchas veces le costaba encontrar el límite entre lo estrictamente laboral y lo personal. Se encariñaba con sus pacientes, les escuchaba, les animaba, les consolaba. Se alegraba cuando les daban el alta, se entristecía cuando volvían a ingresar. A veces creía que aun trabajando en el mismo hospital que alguna de sus amigas, ella se encontraba en un universo paralelo. Con todos los años que habían pasado, ella explicaba que, irónicamente, cada vez le costaba menos cruzar “la barrera”, como ella lo llamaba. Pasaba muchas horas allí y veía mucho más de lo que parecía. Muchas historias personales, de nobleza, de lucha, de valentía pero no todas con final feliz. A veces, las historias se truncaban. Unas en su inicio, otras en su desarrollo y algunas en su desenlace, convirtiéndose en historias tristes, de soledad, amargura y dolor que intentaba paliar en la medida que le era posible. Su cariño se trasladaba también a sus acompañantes, sentía que ellos también necesitaban apoyarse en un hombro en muchas ocasiones.

Al acabar su jornada era difícil dejar atrás ese mundo y llegar a casa, soltar la mochila de sus pensamientos y sus miedos y dejarla detrás de la puerta de entrada. En su piso la esperaba su familia, su marido y sus dos hijos. Y a su hogar entraba Lola mujer, simplemente. En el ambiente flotaban días de colegio, rutinas domésticas, avances en la vida de sus pequeños como aprender a andar en bici o nadar. Cuando entraba en casa y la recibían sus hijos olvidaba momentos tremendamente críticos, lágrimas y pesares ajenos. Los apartaba barridos por la energía de las risas de sus pequeños. Esos detalles eran con diferencia el motor de su vida.

En noches como aquella, comenzaba su turno con la cabeza puesta en su hogar, deseando haberse quedado acurrucada con su marido entre las sábanas calientes. Un escalofrío hizo que corriera hacia la entrada. Pasó tras las puertas automáticas y percibió el silencio. Apenas había gente en recepción. Subió a control, se cambió rápidamente y buscó en el ordenador el orden del día. Inmediatamente se concentró en el trabajo que le esperaba esa noche. Imprimió el listado que se convertiría en su trabajo esa noche. Con él en la mano, se acercó a sus compañeras con la intención de ponerse al día y conocer las novedades y las incidencias de los pacientes. Había un par de ingresos nuevos en planta y al resto los conocía ya de los últimos turnos. Antes de empezar la ronda quería conocer algún detalle más de los nuevos pacientes y preguntar especialmente por una persona que había encontrado en la lista de esa noche. Soledad había vuelto a ingresar.

La encontró en su habitación, recostada. Llevaba una revista entre las manos que no leía, mantenía la mirada perdida en el paisaje que se perfila desde la ventana. Antes de avisarla de su presencia, se paró un momento a observarla. Soledad, Soledad, con esa mirada triste que traspasa el alma de Lola.

Soledad rozaba los cuarenta y tenía mucha vida a sus espaldas, a veces creía que demasiada. Contaba que fue una niña alegre pero se le quebraba la voz en un dolor profundo. Llevaba en su pelo el color del trigo y en su cuello aromas del sur. Su alma estaba ligada a una tierra de cerezos y cigüeñas, de piedras antiguas y de naturaleza. Espigada como un junco y con manos de pianista, al conversar revelaba una gran cultura y sofisticación. Se notaba que estaba ante una mujer de mundo. La habían llegado a calificar de joven promesa, sin embargo unas cadenas invisibles que arrastraba desde hacía más de una década la impedían mostrarse en todo su esplendor.

La tristeza que escondía chocaba en una mujer que parecía tenerlo todo. Día a día se había ido encerrando más en si misma, sobre todo, desde que se mudó a esa ciudad que tanto detestaba y de la que quería huir. Gastó años enteros añorando otros tiempos y llamando con gritos silenciosos a un cambio que no sabía cómo buscar.

Llevaba ingresada desde aquella tarde pero no era la primera vez. Lola sintió algo especial por ella desde el primer momento en el que entró en su habitación para atenderla. Cuando le ayudó en su primer ingreso le impresionó la profundidad de sus ojos y su fragilidad. Seis meses después, entre idas y venidas, esa curiosidad se había vuelto afecto. Poco a poco las conversaciones en la habitación se habían vuelto más personales y ambas mujeres habían conectado de una manera poco habitual. Lola sabía que las implicaciones emocionales en su trabajo no eran buenas pero con Soledad no había podido evitarlo. La mirada de esa mujer gritaba pidiendo cariño. Pensaba que su halo de vulnerabilidad se debía a su enfermedad pero, conforme Soledad bajaba la guardia y le susurraba confidencias contenidas, descubrió que su dolor era muy profundo y antiguo, anclado en una vida llena de falta de cariño y de ninguneo.

Aquella mujer sobrellevaba entre otras cargas la de una leucemia. Así de simple, así de injusto, así de cierto. En verano comenzó a sentirse cansada, a perder peso sin explicación ninguna y no le dio importancia. Poco tiempo después, además, comenzó a tener fiebre, a pasar por distintas infecciones que la sentaron en la consulta de su médico y salió a la luz la enfermedad. Desgraciadamente, ya en aquel momento, vivía una situación familiar delicada. Su marido, al enterarse de la noticia no demostró sentimiento alguno, ni tan siquiera de preocupación y prosiguió con su vida como si tal cual. Si ella ya se sentía sola y desplazada, con la enfermedad nada cambió. Tuvo que sacar fuerzas de donde no las había para asumir su nueva situación e intentar luchar por su vida. Por seguir viviendo junto a aquel hombre renunció a ser madre y peor aún renunció a sí misma. Aquel “caballero” la convirtió en una sombra que se difuminaba hasta apagarse en su sola presencia.

Lola, que pronto descubrió no solo que su marido apenas la visitaba sino que Soledad lo prefería, entendió muchos silencios de la mujer. Encontró explicación al gesto contrariado y asustado que se adivinaba en el rostro de la paciente cuando hablaba de su matrimonio. Así puso nombre a la causa de su falta de autoestima.

Tras estos pensamientos sobre su paciente, tocó la puerta entreabierta. “Toc, toc”, y suavemente la llamó. Soledad giró la cabeza y sonrió cuando descubrió a Lola. Le susurró buenas noches y esperó que Lola le explicara el motivo de su visita, posiblemente le traía la medicación de la noche para poder descansar un poco mejor.

Lola había sido su enfermera durante los sucesivos ingresos que había sufrido y con los meses se había convertido en algo más, en una amiga. Para la enfermera había sido extraño porque de normal era una mujer introvertida y tímida. Le costaba un poco hacer amistades, al final con el tiempo había llegado a la conclusión de que su vida era sencilla, demasiado sencilla para resultar interesante. Lo que Lola no sabía era que esa era su magia y se la había otorgado su propia vida.

En cuanto a Soledad, este acercamiento le hacía mucha falta. Le hizo tanto bien recuperar el sentido de una amistad. ¡Qué sola se había ido quedando después de su boda y sin darse cuenta!. No había percibido como su esposo tomaba las riendas de sus actos y de sus pensamientos hasta que no fue demasiado tarde. Esos bombones, cortesía de las visitas, que compartían aprovechando las veces que Lola acudía en sus rondas o por la llamada del timbre, habían contribuido a unirlas. ¡Cuantas veces habían mencionado la operación bikini! Soledad echaba de menos aquellas pequeñas preocupaciones anteriores a su enfermedad. Detalles como un café o una tarde de tiendas o la hora del vermut. Cosas sencillas que Lola le acercaba de nuevo en sus charlas.

¡Cuánto la había ayudado desde la primera vez que se encontraron!. A veces se preguntaba si sería consciente de todo lo que había hecho por ella, sin preguntas. Tantas conversaciones la habían convertido prácticamente en su confidente y en su psicóloga. Todo lo que había callado durante tanto tiempo salía casi de modo inconsciente si se encontraban juntas. Le transmitía seguridad y fuerza y gracias a ella había aprendido a ser valiente. En cuanto la conoció supo que estaba ante una mujer vital, y alegre, trabajadora, humilde y tremendamente humana. Irradiaba bondad y generosidad en cada gesto cotidiano.

Lola le preguntó suavemente cómo había pasado el día y cómo se encontraba ahora. Hablaron un rato sobre su última estancia en casa, de las “quimios” anteriores y de su nuevo ingreso. Si todo iba bien, esta vez se enfrentaría además a un trasplante de médula. Soledad esperaba poder acabar de una vez, este ingreso era como la batalla final y estaba nerviosa. La enfermera le ofreció el vasito con la medicación y le deseó buenas noches con una sonrisa llena de aplomo y de ánimo. Saber que esa noche ella estaba allí, sólo saberlo, ya le hacía descansar mejor. A partir de mañana podía acabar una etapa en su vida A partir de la mañana siguiente podía comenzar una etapa en su vida. A partir de ese instante quería gritar que deseaba vivir con todas sus fuerzas y, si la suerte estaba de su parte, iba a deshacerse de muchos, pesados y antiguos lastres.

Antes de irse, ya en la puerta de nuevo, Lola la llamó: - ¡Soledad!, comenzamos la cuenta atrás. – La paciente, mirándola fijamente, levantó los brazos y cruzó los dedos con una sonrisa triste.

Cuando se quedó a solas Soledad cerró fuerte los ojos para tocar con sus dedos el cielo pensando que no lo alcanzaría nunca.


II.

Los siguientes siete días pasaron a velocidades muy distintas para ambas mujeres. Una semana vertiginosa para la madre y ciento sesenta y ocho horas equivalentes a diez mil ochenta minutos para la enferma.

La cuenta atrás consistía en siete días de quimioterapia preparatoria para el trasplante. Para Soledad fueron días pesados, de cansancio y nauseas, de cuidados y de palabras de aliento. Lola fue a verla incluso su único día libre de esa semana. Sabía de sobra todo lo que se jugaba en ese ingreso y deseaba que todo saliera bien. No quería que perdiera esa batalla, tenía que ganarla y ganar la guerra para poder empezar de nuevo con toda la energía de la que fuera capaz. Vencer el monstruo de la leucemia podía ser el detonante para una vida nueva.

Durante esa semana la enfermera estuvo alerta porque esperaba ver al marido de Soledad, dada la importancia del tratamiento que si salía bien sería el definitivo. Pero el hombre siguió siendo tan mezquino como siempre y no apareció. Casi mejor. Lola recordaba que se había visto obligada a pedirle que dejara la habitación durante su última visita. Estaba de ronda cuando oyó por el pasillo que una voz subía bastante de tono en la habitación de Soledad. Cuando entró ella estaba cabizbaja y sacudía los hombros en un llanto mal contenido mientras él la acusaba de exagerar con su enfermedad y no demostrar ningún tipo de solidaridad por sus problemas laborales. Le hablaba en tono despectivo, recriminándola su insensibilidad. La acusaba de ser un estorbo para él y de causarle problemas económicos por los tratamientos para su enfermedad. Lola no podía creerse lo que oía y veía, así que rauda cortó el monólogo del marido y lo invitó a dejar la habitación con la excusa de llevarse a la enferma a una prueba. La prueba médica no existía pero consiguió deshacerse del hombre que tanto disfrutaba dañando a quien no se merecía sino apoyo y cariño desmedido en una situación como la que estaba viviendo. Visto lo visto era mucho mejor la ausencia de tan taimado personaje.

Juntas miraban el calendario que habían pegado en la pared junto a la cama y cada día marcaban: menos siete, menos seis, menos cinco, hablaban de sus familias, de sus deseos, de sus proyectos, hasta que llegó el día cero y el trasplante. En este caso se trataba de un alotrasplante. Había esperado tanto ese momento. Las células madre de su trasplante provenían de la médula ósea de su hermana María, que se había convertido así en su donante. Siempre habían estado muy unidas y María había sido una bendición, una vez más, al ser una donante compatible.

El procedimiento llamado infusión era sencillo, similar a una transfusión de sangre. Las células madre debían encontrar su camino hacia la médula ósea para comenzar a reproducirse y producir células sanguíneas nuevas y sanas. María, por su parte, se había sometido a una cirugía menor para recoger las células madre mediante la extracción de médula ósea del hueso de la cadera.

Desde el mismo día en el que se realizó el trasplante fue Lola la que se encargó de Soledad. Había cambiado su turno con una compañera para no dejar sola en este trago a su amiga. Cuando la vio Soledad le susurró vacilante – ahora a esperar que prenda el injerto, ¿verdad? – Y efectivamente así era. – Verás como prende Sole, para cuando quieras darte cuenta estarás en la playa disfrutando del sol de tu pueblo. – Y para sus adentros rezó para que así fuera.

Tras la recepción de las células de su hermana Soledad experimento una serie de síntomas bastante desagradables: dolor, fiebre, escalofríos, entre otros. Le costaba respirar y miraba aterrada a Lola. ¡Estaba tan cansada de todo!, ¿Cuándo terminaría tanto sufrimiento?, ¿y si después de todo tanta lucha no tenía recompensa? Le entró miedo. De la pared colgaba un nuevo calendario preparado para tachar cada día de más, posterior a la infusión. Lo miraba a diario, sin saber cómo sentirse, le daba miedo poner nombre a sus emociones, sobre todo por si acaso al final nada salía como esperaba. Cuando estaban juntas ambas tachaban con firmeza, más uno, más dos, más tres, observando con cautela cada gesto del equipo médico.

Durante las semanas posteriores Lola trabajó concienzudamente con Soledad, mientras ella pasaba su periodo de aislamiento estoicamente. La vigilaba constantemente, le tomaba los signos vitales, vigilaba su medicación, llegando a acercarse a la planta los días libres en permanente contacto con sus compañeras. Procuraba transmitir optimismo y seguridad pero en el fondo estaba tan nerviosa como la otra mujer. ¡Cuánto había en juego! Una vez más había olvidado sus firmes propósitos, había olvidado no implicarse y una vez más tenía el alma en un puño por una paciente. Nunca se acostumbraría a mirarlos con distancia, era imposible. De hecho quizás gracias a Soledad se había dado cuenta de que no quería. Por encima de enfermos o de pacientes eran personas que sufrían enormemente, de las que aprendía a diario grandes lecciones de valentía, de esperanza, de amor, de generosidad. No podía sino devolverles lo mismo, o al menos ofrecérselo a quien llegaba con carencias emocionales. Para hacer frente a la enfermedad y su tratamiento había que ser fuerte y positivo y Lola no se cansaba nunca de transmitirlo.

Después de diez años en planta se había despedido de muchos pacientes, con una gran sonrisa cuando se marchaban a casa habiendo vencido al monstruo de la enfermedad y con muchas lágrimas cuando era la enfermedad la que acababa con ellos. Era habitual que al tiempo llegaran cartas de agradecimiento de antiguos pacientes o de sus familiares. Cartas que guardaban en la sala de enfermeras con cariño y mucho respeto. La enfermera quería añadir una carta más, una carta especial, la de Soledad contando un nuevo comienzo al salir del hospital. Ella era feliz con su trabajo y con su familia. Con los años había aprendido la importancia de los detalles más simples. Saboreaba el presente y agradecía al destino cada regalo que éste depositaba en su vida. Deseaba que Sole también encontrara un futuro adecuado a su corazón.

El día que vio entrar al médico con el alta en la habitación no consiguió hacer nada derecho hasta que pudo hablar con ella. El doctor consideraba que había pasado el riesgo de aplasia y que era hora de que Soledad volviera a casa para seguir tratamiento en consulta. Mientras ambos hablaban la enfermera se asomó tímidamente llegando a vislumbrar a una paciente que estrujaba las sábanas de su cama con nerviosismo. Se había jugado todo con el destino a una sola carta y era hora de ver el resultado.

Lola se sentía contenta por su amiga pero se había acostumbrado tanto a su presencia que la iba a echar de menos. Le preocupaba qué pasaría con la mujer cuando volviera al apartamento y a la convivencia diaria de aquel hombre tan altanero y egoísta que había visto un par de veces. A veces creía que el destino las había unido con un fin. Que se habían encontrado como si fueran dos caras de una moneda que se unían para simbolizar un todo. Quizás Lola estaba en el final del camino actual de Soledad para acompañarla y ayudarla en la bifurcación en la que se encontraba en este momento.

Cuando salió el doctor entró como un rayo para abrazarla y ayudarla a recoger un poco. En realidad ya se habían dicho todo lo que se querían decir durante los últimos días. Tan solo restaba desearla mucha suerte en su nueva vida. Lola estaba segura de que el tratamiento resultaría efectivo y que ante Soledad surgiría una nueva vida, una segunda oportunidad. Cuando se abrazaron en el control de enfermeras, Lola le dijo al oído: - Recuérdalo Sole, resurge de tus propias cenizas como el ave fénix en todo su esplendor.- Fuera brillaba el sol, el día era espléndido. Decidieron tomarlo como un buen presagio.


III.

La despedida dejó un sabor algo amargo en Lola. Soledad se iba y a partir de ese momento no sabía si seguirían en contacto. La vuelta a la normalidad podía hacer que se olvidara de ella. No podía dejar de preocuparse, pensando en los aspectos de la vida de la paciente que no tenían que ver con la leucemia. Aquellas esquinas de su vida que tenían aristas tan cortantes y que tantas lágrimas le habían costado ya. Rezaba para que Soledad mirase dentro y encontrase toda la rabia y la ira que le ayudaría a sobrevivir y a cambiar. Si el alotrasplante había ido bien quizás se animara a coger las riendas de su futuro.

Lola recordó a Doña Paloma, antigua profesora suya, que siempre decía que en el carro de la vida tenías dos opciones: tirar del carro o subirte a él. Y tenía razón, era mejor subirse a manejar el carro.

Poco a poco fue sumergiéndose en su rutina y en su vida que proseguía mansa. Ella no quería nada más, pensaba que tenía cuanto podía desear. No necesitaba nada más. Quizás algo más de tiempo para sus hijos, todo parecía poco cuando se trataba de ellos.

Meses más tarde llegó una carta al hospital con su nombre. Lola la guardó para leerla al salir del hospital, sentada en los jardines en su rincón favorito junto a unos naranjos que en breve florecerían. Reconoció la letra inmediatamente. La firmaba Soledad. Le extrañó recibirla porque mantenían contacto telefónico a menudo y no la esperaba.

Al abrir el sobre cayeron unos granos de fina arena blanca. En su interior varias cuartillas dobladas con la elegante escritura de su amiga. Le escribía desde una playa de Cádiz, donde había fijado su residencia y donde daba los primeros pasos de su nueva vida.

Harta de las amenazas y reproches de su esposo, de sus celos y su control desmedido decidió dar el paso. Consciente de que la vida le estaba dando una segunda oportunidad, con mucho esfuerzo y la ayuda de su familia había conseguido hacer realidad su sueño. Ahora era dueña de una pequeña galería de arte, por fin había alcanzado uno de sus sueños, aquel que en otro tiempo parecía una quimera absurda. Había roto con su pasado, con la parte de su pasado que la tenía prisionera y su carta mostraba una mujer diferente. No solo había vencido definitivamente su enfermedad sino que también había roto las cadenas de un matrimonio que la ahogaba. Estaba aprendiendo a volar sola. Lola leía y releía las hojas de la misiva emocionada. Recordó su cara, sus gestos, su sonrisa y pensó en cuanto había aprendido de esa mujer, la misma que le agradecía haberle acompañado en el camino hacia su libertad.

Por sus venas corría ya savia nueva y era inmensamente feliz.

16 comentarios:

  1. Me ha encantado...
    Es simplemente precioso, y tan bien escrito...no tengo palabras.

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  2. Estoy emocionado y espero con ansiedad el nuevo capítulo.
    Espero que no te moleste haberte enlazado en mi blog.
    Tu nuevo seguidor.

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  3. jantonio, ¿cómo me iba a molestar si tu blog es una delicia para los sentidos?

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  4. ¡Qué bonita historia y cuántas lecciones contiene!

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  5. Como siempre Mon genial es un relato para pensar en muchas cosas me ha gustado mucho.

    Sonia

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  6. Mon, es precioso, no podía dejar de leerlo, me ha enganchado desde el principio.

    Gracias por transmitir tanto con tus palabras.
    No cambies nunca

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  7. Muchas gracias a cada uno de vosotros, gracias por leerme y por animarme.

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  8. Efectivamente, es mejor subirse al carro que tirar de él. Ojalá muchas personas hagan como Soledad y decidan romper con los lazos que las atan al sufrimiento, al desamor, a la desesperación, a la autocompasión y/o a la resignación.
    Gracias Montse por esta historia llena de ternura y amistad.
    AB

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  9. Por fin he vuelto a estrar en tu blog y una vez más y después de leerte tengo lágrimas en los ojos.
    Creí que estaba leyendo un libro!!! IMPRESIONANTE cómo relatas y transmites.

    un beso enorme.

    :) noe

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  10. Hola!
    Es realmente precioso..Un deleite para los sentidos..Me has conseguido emocionar,sin conocerte,a traves de tus palabras y eso es sencillamente maravilloso..
    Soy la hermana de Lola.Simplemente quería felicitarte por esa capacidad que tienes de trasmitir emociones mediante letras..es admirable.A partir de hoy,cuentas con una nueva seguidora!Un beso.

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  11. Encantada de conocerte Sonia, menuda sorpresa más agradable. Muchas gracias por tus palabras, de verdad.

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  12. Un relato lleno de vida,que derrama humanidad y a golpe de sentimiento,logras activar el deseo de seguir leyendo,para no dejar de sentir..Y eso solo se consigue,cuando se cuenta una historia con alma y ésta sin duda lo es.
    Tengo la suerte de conocer a Lola y junto a sus niños y los suyos,son "mi pequeña familia" aki en la isla.Un beso Mon

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  13. Gracias Ana, de verdad. Disfruta de esa "pequeña familia" que tienes tan cerca.

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  14. ¡Noe, que este relato tiene un final felizz, no me llores!

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  15. Ha sido alguien muy cercano a Lola ,quien me ha hablado de estos pequeños relatos.He leído varios ,pero este en concreto me ha llegado al corazón ,por su sensibilidad y realismo ya que al igual que Lola yo trabajo en un hospital y,en muchas ocaciones tambien he experimentado algunas de estas sensaciones y sentimientos que tan acertadamente has descrito .Gracias y no dejes de escribir nunca.

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  16. Gracias Giselle.

    Lola bien sabe que este relato es "la niña de mis ojos" pero nunca pude imaginar para él tan buena acogida como le habeis dado.

    Gracias

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