Foto: Flickr. Ángel Hernansáez
Sakura nació exactamente una mañana de abril, durante el festival que celebra el florecimiento de los cerezos. Sus padres no tuvieron ninguna duda sobre cómo la llamarían dado que el día de su nacimiento resultó ser una señal tan clara. La flor de cerezo simboliza, además, la primavera, la feminidad y la juventud. Es una flor bella y delicada igual que el bebé que había llegado a sus vidas.Y para recordar ese día tan feliz sus padres mandaron plantar un nuevo cerezo en el jardín, que creciera grande y fuerte a la par que su hija. Era un cerezo ornamental, que florece pero no da frutos, de la variedad “someiyoshino”.
El cerezo se convirtió en un lugar especial para Sakura que pasaba mucho tiempo cerca del árbol. Leía, jugaba, descansaba bajo su sombra. Crecían juntos. Durante el tiempo del florecimiento, la fiesta del Hanami, pasaba tardes enteras observándolo, con sus hermanas, elogiando la hermosura de sus delicadas flores. Sus padres iluminaban el jardín de noche (pasando entonces la fiesta a llamarse “yozakura”), para poder disfrutar al máximo de tanta belleza efímera pues las flores apenas duraban unos días, cayendo casi sin marchitarse.
A Sakura le encantaba escuchar de labios de su madre, el comienzo de esa costumbre que repetían año tras año en el jardín de casa. Era creencia popular que en el tronco de los cerezos habitaba una divinidad, a la que se rendía tributo, mediante un ritual, para agradecer todas las bondades recibidas y pedir la protección de las cosechas. En realidad, le fascinaban cuentos y leyendas que tuvieran algo que ver con los cerezos.
A los pocos años de su nacimiento, sus padres descubrieron que la niña tenía un talento especial para la música, heredado probablemente de su sensible madre. Sakura amaba la música, vivía para ella. Dedicaba todo su tiempo a practicar con su violín del que no se separaba desde que sus padres se lo pusieron entre las manos por primera vez. Toda su vida giraba en torno a las piezas musicales que repetía hasta alcanzar la perfección en su ejecución. Aunque no fuera lo habitual, a la niña le gustaba tocar junto a su cerezo. Decía que las notas fluían particularmente hermosas cuando se hallaba junto al árbol.
Disciplinada y voluntariosa pronto comenzó a destacar por su virtuosismo. Primero en los festivales del colegio, después en certámenes infantiles y juveniles. Y cuando descansaba bajo su cerezo soñaba. Cerraba los ojos y se dejaba llevar por el rumor de las ramas. Le transportaban a países lejanos, a gentes distintas que escuchaban su violín. Soñaba con aprender en aquellos países, con nuevas partituras creadas especialmente para ella.
Pasó el tiempo. El cerezo creció y floreció año tras año cuidando de Sakura pero llegó un festival de primavera en el que la niña no se presentó a su cita especial. La aplicación y el tesón demostrado por la pequeña habían tenido sus frutos, su premio. Había recibido una oferta para dar varios conciertos por otros países, otros continentes.
Para el árbol fueron tiempos difíciles sin su niña. No se acostumbraba a su ausencia y extrañaba el sonido del violín. A veces, la brisa juguetona empujaba hacia sus ramas alguna hoja de periódico en la que alcanzaba a ver alguna foto y el árbol crujía feliz.
Muy lejos de allí, asomada a una ventana de un caro hotel de una gran ciudad, Sakura pensaba en su casa, en su jardín y en las flores del cerezo. Había alcanzado su sueño, el que había perseguido con ahínco durante toda su infancia.
En cada nota que surgía de su violín, en cada concierto, en cada ensayo había ido forjando su historia hasta llegar al lugar de los elegidos en la música. Era feliz, disfrutada de su vida pero había llegado el momento de parar y volver un tiempo a casa. Durante los últimos conciertos de su gira, su violín sonaba distinto, mucho más triste. Quería disfrutar una vez más del Hanami antes de volver de nuevo a la vorágine de su vida de concertista.
Llegó una vez más el festival y aquella primera noche el violín volvió a sonar bajo el cerezo. Sakura había vuelto a sus orígenes junto a su cerezo. Y con su melodía le describió sus viajes y todo lo que había aprendido. Le susurró cuánto le había echado de menos y cómo lo había necesitado. Y el árbol feliz, floreció como nunca antes, resplandeciente, formando una nube de flores que se recordó durante años en el lugar.
Un cuento precioso. Nos haces sentir la belleza de un cerezo y de la música.
ResponderEliminarGracias.
¡Precioso, corazón! Y me ha traído bellos recuerdos: el día que nació Erik plantamos un membrillar en el jardín, ya ves.
ResponderEliminarBesotes :)
gracias jantonio!
ResponderEliminarAnabel, que regalo más bonito le hicisteis a Erik. Ojalá yo tuviera mi propio jardín.
ResponderEliminarPrecioso!�� Luz y sensibilidad para estos días oscuros.
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