miércoles, 8 de diciembre de 2010

La caja de cerillas (Cuento de Navidad)

Érase una vez, en un lugar y en una época anterior, un niño, llamado Pedro. Pongamos que vivía en una gran ciudad, en un tiempo en el que aún se encendían los faroles de la calle con aceite, los carruajes recorrían calles empedradas y las casas se iluminaban con candiles.

No era una época fácil para la mayoría de la gente, salvo para las grandes familias terratenientes o burguesas de la ciudad, que sí nadaban en la opulencia. Para el resto…esfuerzo y sacrificio para poder sobrevivir.

El protagonista de este cuento pertenecía a una familia muy pobre y era el más pequeño de cuatro hermanos. Vivían en una gran casona, con sonidos propios que le daban vida. Crujidos de madera vieja que se podían oír en cualquier habitación. Estaba situada, a las afueras, junto a dos o tres más muy parecidas a la del niño. Junto a ellos, en la casa colindante, vivía una dulce y amistosa pareja de ancianos y un poco más alejada pero casi enfrente, una bulliciosa familia numerosa. Eran las últimas casonas de la ciudad, más pobres que modestas, pero cuyos moradores, intentaban mantener pulcras y dignas. Dada su situación parecían los grandes olvidados de la ciudad.

Cada mañana, Pedro se apostaba junto a una antigua entrada, en la parte vieja de la ciudad, junto al arco de piedra de San Andrés. Lo hacía muy temprano antes de la entrada al colegio. Vendía periódicos a los viandantes que con paso rápido se acercaban a sus trabajos o comenzaban sus quehaceres. Aquélla, en concreto, era una gélida mañana de Nochebuena. El cielo era grisáceo, casi blanco, anunciaba nieve. Pedro apretaba los dientes del frío que sentía, mientras esperaba acabar de vender todos sus periódicos y llevar así algo de dinero a casa, cuando la punta de su bota tropezó con algo en el suelo. Se agacho a recoger lo que quiera que asomaba de y se encontró con una caja de cerillas. Hubiera preferido una moneda, francamente, una moneda más que aportar a su cansada madre. En un acto reflejo, casi sin pensarlo, se la metió en el bolsillo y siguió con sus quehaceres.

El día pasó rápido, ya entretenido en quehaceres propiamente infantiles, inmerso en un mundo de sumas, lecturas y ratos de juego junto a la entrada de la escuela. Entretenido llegó la hora de la salida y Pedro corrió hasta quedar sin aliento para llegar cuanto antes junto a su familia. Esa tarde no tenía muchas ganas de quedarse un rato con sus amigos. Prefería sentarse en el salón de su casa, escuchando alguna historia que tuviera a bien contarle su padre.

De vuelta, anocheciendo ya, con algún periódico sobrante bajo el brazo, se encontró a la puerta de casa con la figura encorvada de su padre. Estaba partiendo en pequeños trozos la leña que había recogido en los alrededores para mantener el fuego del hogar al menos esa noche. Nada en su interior hacía que se adivinara en la época del año en la que estaban. No había adornos navideños ni en la cocina un trajín especial que hiciera imaginar una suculenta y típica cena navideña. En toda la casa se apreciaban escasos, humildes y desvencijados muebles.

Poco después de su llegada, a la hora de encender la lumbre se dieron cuenta de que no tenían modo de encender el fuego. Caro despiste del que habían sido presos. Fue entonces cuando Pedro, palpándose el bolsillo, recordó la pequeña caja de cerillas que había encontrado a primera hora de la mañana. Así fue como pudieron encender la chimenea, alrededor de la cual, se acercaron todos para ir entrando en calor. La madre, sigilosamente, aprovechó para marcharse a la cocina y prepara algo que llevarse a la boca: una cena de Nochebuena sin pretensiones, pero cena de Nochebuena al fin y al cabo. Compensarían la falta de caros manjares con villancicos y alegría.

Mientras Pedro calentaba sus manos algo entumecidas, se le ocurrió una idea. Pensó en sus vecinos, en la pareja de ancianos y la familia, que a su vez estarían en las mismas, intentando calentarse y a la vez encontrar un motivo de alegría en la celebración de la Navidad.

Decidió hablar con sus padres y preguntarles si podría pasar por las distintas casas e invitarles a calentarse todos en la misma chimenea, haciéndose mutua compañía.

Los padres, generosos por naturaleza, no pusieron ninguna objeción a la petición de su hijo, así que Pedro salio con su padre para realizar el sencillo ofrecimiento. En las casas vecinas, la invitación se acogió con asombro y alegría. Fue inmediatamente aceptada y cada uno aportó a la cena lo que buenamente podía, comida, bebida, e incluso la música de un acordeón. Celebraron juntos la Nochebuena.

Una simple caja de cerillas, encontrada de manera fortuita, desencadenó una serie de acontecimientos que hicieron de aquella noche una Nochebuena mágica basada en una realidad inherente a las fechas: paz a los hombres de buena voluntad. A veces el elemento más pequeño o sencillo puede mover un universo entero: No faltó ni calor de hogar ni calor humano. Ni la solidaridad ni el cariño. No poseían casi nada material, pero compartieron cuanto estaba en sus manos y disfrutaron de la noche en la mejor compañía. Olvidaron el frío y las penurias, rieron y cantaron juntos consiguiendo una de las celebraciones más auténticas de todo el lugar.

1 comentario:

  1. Un cuento precioso, cálido como el fuego que encienden esas cerillas, y mágico como esa Nochebuena compartida.

    Féliz Navidad Mon.

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