viernes, 1 de mayo de 2020

Ira y el mar

A todas esas mujeres fuertes y libres que se aman y viven su vida.

A Luna que lleva la estirpe en la sangre.


Ira siempre ha estado ligada al salitre, la arena y el mar. Desde el principio, apurando su presente y probablemente para siempre.

Nació en un pueblo costero de calles empinadas y casas bajas y coloridas, impregnado de olor a salitre y puerto. Creció en él mecida y acompañada por las olas que rompían una y otra vez sin descanso. Mientras, cada lugareño se enfrascaba en su quehacer habitual. Pescadores que iban y venían, mujeres en el mercado o cosiendo redes, niños bulliciosos recorriendo las calles hacia la pequeña escuela o revoloteando en las tardes de juego.

La influencia que ejercía ese lugar en concreto, “su playa” como enseguida comenzó a llamarla, apropiándose completamente de ella, fue notable para todo el mundo a su alrededor. Allí dio sus primeros pasos y resonaron sus risas de chiquilla. Allí el océano vigiló sus juegos y apoyó sus primeros sueños.

Ira niña, corría, jugaba, creaba, nadaba, soñaba, descalza en ella. La playa era Ira-libre, la risa de la cría quedaba flotando en el aire horas después de que ella buscara descanso en su hogar, enredada en la brisa de la costa. Escapaba dejándose llevar.

- El mar me habla, el mar me cuida - repetía cuando le preguntaban que encontraba de especial allí. Conforme fue creciendo aquel lugar de juegos se convirtió en algo mas íntimo. Refugio para su soledad, meditación para sus dudas, consuelo para sus lágrimas. Testigos fueron las conchas y la espuma de su primer beso, de su primer amor, de su primer desamor.

Ira-niña creció. Se convirtió en mujer y todo el pueblo seguía viendo las horas que pasaba en su lugar favorito. Su casa a lo largo de los años se llenó de objetos que el mar depositaba a sus pies y le iba regalando.

El océano la llamó aun más en esa dualidad masculina y femenina intrínseca en su nombre. El mar, la mar. Era un todo. Inmenso y fuerte, atrayente y traicionero. Feroz y manso. Envolvente y cautivador en su murmullo. Fiel amante.

La vida siguió su curso natural, etapa a etapa. Ella se convirtió en una artista artesana totalmente influenciada por su experiencia vital. Rodeada siempre de ese halo acuático.

La noche que Ira nació como madre las olas batían furiosas contra las rocas del acantilado en medio de un temporal. Parecían conscientes del vaivén de las contracciones de la mujer, de su respiración, de sus quejidos y sus gestos. El mar en puro movimiento, como si estuviera alerta, esperando para ver la nueva vida que se abría camino en el cuerpo de su pequeña sirena de tierra.

Ira nunca se sintió tan visceral como libre, tan consciente del momento, del dolor, del presente, fuera del espacio y el tiempo, oyendo casi sin saberlo, el rugir del viento y del mar. De algún modo se sintió transportada a recuerdos del pasado entre rompientes.


Pocos días después como si de un ritual de presentación se tratara la mujer bajó a presentar a su bebé. - Este lugar, nuestro, tuyo conmigo y para siempre, aun cuando yo ya no esté. Le susurró. Una ola rompió a sus pies y la mujer sintió que era la bienvenida a ese “cachorro” que presentaba.

De nuevo, igual, años después cuantas veces devino de nuevo madre. Fiel a su frase Ira alimentó, cantó, meció, durmió y crió perpetuando en la sangre de su sangre su amor por la arena, el salitre y el mar que siempre habían anidado en su piel como parte de ella misma. Nunca le faltó tribu que la sostuviera, acogida por su pequeño pueblo pesquero, arropada y protegida por su especial relación con la playa.

Con ella nació y se extendió toda una estirpe de mujeres ligadas a la feminidad, la maternidad y la mar. Artesanas y acompañantes de otras generaciones.

El pueblo las supo diferentes, adoradoras en tierra de lo oceánico. La estirpe de Ira se multiplicó en varias generaciones femeninas, a las que Ira enseñaba los secretos que el mar le dictaba. Aprendieron a conversar con él, a entender sus razones, a escuchar las señales tal y como la matriarca había hecho desde niña.

Ira enfrascada en sus manos y sus olas apenas se percataba del paso de los años.

Su pelo clareó volviéndose blanco como la espuma. Su tez se arrugó, su mirada se cargó de sabiduría mientras las mujeres-agua se extendían, niñas, jóvenes, maduras.

Una tarde templada de otoño, el mar la llamó más fuerte que otras veces, imperioso. Ira se acercó a la playa despacio y se recostó mirando el atardecer. El sol se escondía en el horizonte, sumergiéndose en el mar y ella de pronto deseó alcanzarlo y sumergirse con él. Alzó lentamente su mano, señalándolo y cerró los ojos. De sus labios salió su último suspiro que se enredó en la brisa de la tarde que lo transportó hasta ese sol ya escondido en su mar.

Ira-libre, Ira-sirena.

Siempre.

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