jueves, 14 de enero de 2010

En la soledad del otoño

El otoño se había instalado un año más. Las hojas amarillas que iban cayendo lo susurraban a diario. El frío aún no había deshecho sus maletas para quedarse. - Qué bien se estaba en la plaza de la iglesia al calorcillo del sol de mañana -. Todo rezumaba tranquilidad en el barrio, como único sonido a aquella hora, el caño de agua de la fuente. Los chicos en los colegios, las mujeres, de recados. Saludó con un imperceptible gesto a Matías, compañero de tardes de mus y prosiguió con lo que se traía entre manos. Labraba madera con su navaja desde chico y entre sus manos se intuía la forma de un pato. Tallando mataba el tiempo, cada año más largo y pesado, cada vez más monótono.


Vivía en el barrio de San Pedro de la Fuente desde que llegó de Palacios con catorce años. Aquí cortejó a su primer amor, junto a los árboles del río, robándole algún beso casto o no tan casto. Aquí se casó con María unos años más tarde y aquí nacieron y crecieron sus cuatro hijos. El barrio le había regalado amigos y buenos vecinos, la devoción a su virgen y un puesto de cofrade durante sus años mozos.

Con el paso de los años había llegado a la conclusión de que realmente había sido feliz aquí. Bien es cierto que atravesó malas épocas, como las penurias de chaval, pero siendo honesto, su memoria atesoraba muchos bellos momentos. Tampoco olvidaba el lugar que lo vio nacer. Aquella casona de piedra, las correrías con los amigos, la siega, las batallas de nieve. En el pueblo, su abuelo le había enseñado a tallar la madera, conservando así una generación más una labor artesana que estaba a punto de desaparecer.

Braulio era un hombre enjuto, de pelo canoso, ojos profundamente grises y pocas palabras. Hombre algo áspero en el trato, si bien generoso y de gran corazón. Se había hecho a sí mismo en el crudo invierno y el calor del hogar. Había nacido en un pequeño pueblo, al abrigo de un convento de clausura instalado junto a su casa. Había pasado su infancia allí hasta que lo mandaron a la capital a trabajar en una fábrica. Su llegada fue difícil. La entrada como aprendiz fue dura, la adaptación al barrio complicada hasta que aprendió a hacerse un hueco con los chavales del bario. Mucho trabajo de sol a sol y fútbol los domingos. Curiosamente, recordaba cada vez más a menudo un detalle, su bici. La compró con sus primeros ahorros y fue su primer vehículo. Con ella atravesaba toda la ciudad para llegar a su lugar de trabajo. Hoy día, donde en aquel tiempo había campo, la ciudad había crecido con nuevas zonas residenciales.

La capital había cambiado mucho y el barrio con ella. Había aumentado estos últimos años y ahora se mezclaban viejos recuerdos con nuevos edificios y vecindario joven. Caras risueñas, parejas con niños que renovaban la vida llenando el lugar de voces y risas. Nuevas generaciones que perpetuaban San Pedro de la Fuente más allá de lo que sus ojos grises aún llegaran a ver antes de apagarse.

Perdido en esos pensamientos no se percató de que un niño se había quedado observando sus manos. De pronto oyó que una voz infantil decía – ¡cua! - y levantó la mirada para encontrarse con un chiquillo. Tendría alrededor de año y medio y ningún miedo de esos ojos viejos y profundos porque enseguida se acercó a tocar el pato de madera.

Oyó la voz de la madre, que advertía al pequeño para que no le molestara, pero no molestaba, no molestaba en absoluto. Al contrario, el niño le trajo a la memoria la imagen de sus nietos, incluso de sus hijos con esa edad. Esa misma mirada de curiosidad desbordante y nada contenida, esa risa rebosando vida, esa sinceridad innata e inocente, que les empujaba a ser ellos mismos sin esconderse de nada ni de nadie. Esa fuerza vital, esa necesidad de tocar, de conocer, de investigar, de vivir y esa maravillosa página en blanco que era su vida que acababan de comenzar.

La risa del niño le resultó contagiosa y su presencia le inspiró una ternura que a veces olvidaba. Pidió a su madre que no le reprendiera y le ofreció el animalito tallado como obsequio. El pequeño, fascinado, enseguida extendió las manos para recoger tal tesoro, mientras repetía incesantemente - cua-cua, cua-cua - e inmediatamente después mostrárselo encantado a su madre. Aquella mañana otoñal pasó rápidamente, observando al pequeño y sus juegos y pequeñas correrías alrededor de la fuente mientras su madre intentaba convencerle de que la fuente no llevaba agua.

La risa de Álvaro se había apoderado de su corazón y buscó el reencuentro. Sus nietos no vivían en la ciudad y aunque la familia procuraba reunirse tan a menudo como era posible, los echaba tremendamente de menos. Su mujer María los añoraba también muchísimo, pero las cosas ya no eran como antes, a veces, el trabajo y el futuro de los jóvenes les esperaba fuera de la ciudad y lejos de los suyos.

A la mañana siguiente Braulio, gorra en mano, se encaminó a la plaza. Bajaba deprisa al banco del día anterior, junto al convento de las Benedictinas, a pesar de que la rutina lo llevaba diariamente a dar un paseo y ver las últimas obras que se llevaban a cabo en la zona.

Poco después de sentarse, apareció Álvaro. Braulio sacó de su bolsillo una pequeña pelota que le había regalado su médico para ejercitar sus dedos a veces doloridos. Había revuelto los cajones y los armarios en busca de algo que pudiera llamar la atención del pequeño si lo volvía a ver. En cuanto se percató de su presencia se acercó llevando el pato de madera en sus manos. La madre del niño se acercó a ellos y por primera vez entablaron conversación. Acababan de llegar al barrio, se habían mudado desde Madrid, buscando tranquilidad para la familia. La madre le contó que el niño era feliz aquí, entre las plazas y los parques, entre el río y el verde que abundaba en la ciudad. Y Braulio, con pocas palabras, celebró la decisión. No le gustaban las grandes urbes, llenas de ruido, cemento y asfalto, donde uno apenas podía respirar aire puro y menos aún asomarse a la naturaleza cerca de casa. Pensó que Álvaro crecería mucho más libre allí porque el barrio era acogedor y familiar, un pequeño pueblo dentro de la capital.

Por un pato tallado en madera y con las cigüeñas del campanario como únicos testigos Braulio y Álvaro se dieron la mano por primera vez. Y no fue la única, porque desde aquel día ambos se buscaban mutuamente infinidad de mañanas en esa misma plaza.

Recuperó la misma sonrisa que aparecía cuando tenía a su familia reunida en casa. Conforme pasaban las semanas esos encuentros dieron paso a conversaciones primero banales, luego más confiadas. Madre e hijo estrecharon lazos, casi sin ser conscientes, con el viejo vecino. Él les presentó a antiguos conocidos, los llevó por los comercios del barrio, les enseñó los pequeños secretos de los rincones del barrio. Rodeaban la muralla, o esperaban pacientemente en la esquina de la misma la llegada del tren turístico para saludarlo efusivamente. Con Braulio recogían las castañas pilongas que caían de los árboles que rodeaban la fuente en el Paseo de la Isla, o descansaban en un banco observando a los peregrinos con sus mochilas inmersos en su camino a Santiago. Con Braulio de la mano Álvaro daba de comer a los patos que se habían quedado ya durante todo el año junto al puente Malatos.

El otoño dio paso a la nieve y el invierno a la primavera y ésta al verano. De nuevo un otoño más, y así durante meses y meses enfrascados mutuamente el uno con el otro. El hombre les contaba historias de su juventud y celebraba cada paso, cada progreso en la pequeña vida del crío. Álvaro lo acogió con la naturalidad de los pequeños, con la intuición de quien sabe ver lo bello y lo simple de la vida y una mañana, inesperadamente, lo llamó abuelo Braulio. Cuando lo oyó, sonrió iluminando la mañana, satisfecho del recorrido que habían hecho mano a mano. Sólo por el fuerte vínculo que habían creado, había merecido la pena levantarse para ver un nuevo día. Tenía un nieto más y además a su vera puesto que residía en el barrio. Cada vez que pasaba junto al banco, el que los unió, agradecía a Dios el regalo.

Pero a menudo al ser humano se le olvida que la vida tiene un ciclo, que gira comenzando para terminar, sin que nadie pueda evitarlo. Una mañana su banco de la plaza de la parroquia permaneció vacío. La plaza parecía triste, sin un alma, presagio de una inquietante sospecha. Las piedras del muro colindante al convento de las Benedictinas fueron testigos del llanto de un niño. Álvaro lloró desconsolado al no ver al abuelo Braulio y no consintió que su madre le consolara ni tan siquiera con unos dulces. A duras penas consiguió abrazarlo hasta acabar con su congoja, con la promesa de que verían a su vecino al día siguiente. Ese día no llegó. No tardaron en enterarse de que Braulio había emprendido su último viaje. Su corazón ya cansado no había podido más. Se había marchado sin poder despedirse, en el silencio de la noche, pero su familia les contó que cuando buscaron despertarlo, lo encontraron abrazado a una foto del niño y a un pequeño pato de madera.

2 comentarios:

  1. Precioso, emotivo...
    Que cariño tan bonito entre dos seres en extremos opuestos de la vida...

    Me ha encantado Mon, emociona.

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  2. y venga llorar!!
    recuérdame que te pregunte sobre este relato cuando nos veamos.
    noe

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