domingo, 14 de febrero de 2010

Semilla de amor

Él saltaba de la cama, temprano, para encontrarse con la mujer más importante de su vida, exceptuando a su madre. Día tras día durante todo el año, salvo el verano. Ella, en su casa, hacía exactamente lo mismo. Todo el mundo se asombraba ante la intensidad de sus sentimientos.

Él corría a su encuentro con el corazón palpitándole y con una sonrisa de oreja a oreja. Ella le recibía con un gritito y un pequeño salto. Entraban juntos de la mano. De la mano salían, dibujando en su rostro la tristeza cuando adivinaban el momento de la separación.

Los minutos pasaban deprisa cuando estaba con ella. Hacían mil cosas, siempre cómplices. El mundo era apasionante si lo descubrían en equipo. Jamás se separaban (salvo cuando era estrictamente necesario) felices de tenerse el uno al otro. Compartían, se consolaban, se defendían.

Si uno de ellos no aparecía una mañana, el otro pasaba el día taciturno y serio. No recuperaba su alegría hasta que el regreso del otro. Si uno enfermaba, el otro no tardaba en caer también enfermo. La gente enseguida percibió que eran dos almas gemelas.

Marina tenía tres años, Martín también. Desde que recordaban eran uno solo, hasta sus madres lo comentaban cuando se encontraban a la puerta del colegio. Fue allí, en la clase de infantil, donde comenzó a germinar la semilla de su amor.

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