viernes, 30 de diciembre de 2011

La casa del aitona

Para el aitona, porque cuando miro los ojos de mis hijos, leo cuanto sigo:


Érase una vez una casa mágica.

Una casa mágica, como digo, alegre, colorida y luminosa que con los años, sé que atesorará los mejores recuerdos de la niñez de dos niños que conozco.

Érase una vez una casa donde podías buscar el mar en los rincones. Lo encontrabas en frascos de cristal repletos de conchas que te contaban sus secretos.

Érase una vez una casa en la que tenías muchas más ventanas que las que te asomaban a la calle.

Ventanas imaginarias hechas de pincel, enmarcadas en distintos tamaños en cada habitación. Podías pasarte horas prendado de los colores amarillos, anaranjados, rojos y azules, podías viajar a mil y un lugares: la playa, el mar, Japón, el país de una geisha o Paris y ante tus ojos el Moulin Rouge  e incluso surfear en olas de espuma blanca. Un bosque, que decían animado, te invitaba a descubrir sus misterios nada más entrar por la puerta principal.

Érase una vez un balcón donde al asomarte las gaviotas te traían en sus alas noticias del mar y los montes te invitaban a pasear entre hayedos. Y por la noche la primera en desearte buenas noches era la luna, a veces tan grande y redonda que costaba dejar de observarla.

Érase una vez una casa con una estantería que contaba historias, cuentos y relatos, una estantería que guardaba las peripecias del hidalgo Alonso Quijano, más conocido por Don Quijote. Mientras al lado, con una lupa, podías pasarte horas intentando encontrar a Wally.

Érase una vez una casa con algún armario que, si no eras demasiado mayor, si no habías cumplido aún todos los dedos de tus dos manos, podía convertirse en un escondite.

Érase una vez una casa en la que la cocina siempre reservaba alguna sorpresa dulce. Y los kiwis eran amarillos.

Érase una vez la casa del aitona, donde siempre siempre siempre merecía la pena quedarse a pasar un tiempo.

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