Entrelazados.
Cierro los ojos. Con un gesto lento y casi ceremonioso te acaricio la espalda. Esa espalda que me recuerda que eres mío. Suave, ancha, sinuosa. Noto como respiras. Escucho.
Las yemas de mis dedos suben, bajan. Despacio, suave. Dibujan líneas primero, círculos después en un baile nacido de la tentación. Tu nuca, tus hombros, tu columna y más allá... rozando su final donde pierde su nombre.
Te busco y te encuentro en ella. A tí, sí a tí hombre callado de grandes silencios: presiento tu alma, tu corazón, tu vida. Tu respiración sale a mi encuentro.
No puedes verme pero sonrío. Recuerdo otras tantas veces, otros roces, otros encuentros entre tu espalda y mis manos. Una espalda al sol, con arena; una espalda que busca descanso en unos mimos.
Tu espalda, que me recuerda que el tiempo puede detenerse, si uno se deja.
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