A N. y a J. Estad seguros de que sois únicos y especiales.
Había una vez un tren pequeño de color rojo que paseaba por el centro de la ciudad a todo aquel que quisiera subir en él. Era un tren con una locomotora alegre, a la que le encantaba pasear mientras hacía sonar su silbato, piiiii-piiiiii. Enseñaba la catedral, el Espolón, las antiguas murallas y subía hasta el castillo que vigilaba la ciudad desde un alto.
Paseaba y paseaba mañana y tarde, testigo de las novedades en la ciudad. Era un tren nuevo, jovencito, recién salido de la fábrica de trenes. Al pasar todo el mundo se paraba a admirarlo.
Disfrutaba del paisaje cambiante según la estación: Con el verde de la primavera instalado junto al río, con la sombra de los árboles que aliviaban del calor en verano, los amarillos, rojos, marrones y el manto de hojas caducas que vestía la ciudad en otoño y la nieve que lo cubría todo en invierno.
Paseaba y paseaba mañana y tarde, testigo de las novedades en la ciudad. Era un tren nuevo, jovencito, recién salido de la fábrica de trenes. Al pasar todo el mundo se paraba a admirarlo.
Disfrutaba del paisaje cambiante según la estación: Con el verde de la primavera instalado junto al río, con la sombra de los árboles que aliviaban del calor en verano, los amarillos, rojos, marrones y el manto de hojas caducas que vestía la ciudad en otoño y la nieve que lo cubría todo en invierno.
Pero el trenecito era un tren triste. Pensaba que era feo, que no servía para nada y que no hacía nada especial.
Por las noches mientras descansaba en su cochera suspiraba triste pensando en esos trenes enormes que veía pasar de vez en cuando a lo lejos. Largos y rápidos, transportaban personas o mercancías de ciudad a ciudad. ¡Ojalá el pudiera ser como ellos! ¡Ojalá los fabricantes le hubieran hecho diferente!.
Poco a poco, toda la ciudad se dió cuenta de que algo le pasaba al tren. Se le veía tan triste en sus paseos. Su maquinista estaba muy pero que muy preocupado.
Poco a poco, toda la ciudad se dió cuenta de que algo le pasaba al tren. Se le veía tan triste en sus paseos. Su maquinista estaba muy pero que muy preocupado.
Un mediodía de primavera una paloma que se posó a beber en una fuente junto a la que estaba aparcado le dijo:
- ¿Ves todos estos niños a los que vas a llevar por la ciudad y subirás hasta el castillo? Mira que alegres están. Qué nerviosos y emocionados esperan en fila para subir a tus vagones. Se quieren hacer fotos contigo para enseñarlas en casa. Son felices recorriendo con el trenecito rojo la ciudad y si pudieran te llevarían a su casa.
Fíjate en aquel niño que juega allí. ¿Ves que lleva entre las manos? es un juguete, un pequeño tren rojo, como tú. Mira con qué cariño lo trata, que contento se imagina que es el maquinista que lo conduce.
El trenecito miró a su alrededor y se dió cuenta de que todos los niños esperaban con impaciencia. Miraban al tren fascinados.
- Es verdad - pensó.
- Soy el único tren que conoce la historia de la ciudad y sus rincones. Soy yo quien mejor los enseña.. ¡De hecho soy el único tren que circula dentro de la ciudad y sin railes! Los turistas me buscan y los niños, cuando vienen de excursión, se ponen muy contentos cuando ven que nos vamos a ir de paseo. La paloma tiene mucha razón.
Y mientras esperaba a que todos los niños estuvieran dentro se prometió que no volvería a envidiar ser quien no era. Su color rojo era brillante y llamativo, diferente del resto de los trenes. Conocía al dedillo la ciudad y todo el mundo que subía a él estaba feliz y despreocupado, deseando disfrutar del paseo. ¿Qué más se podía pedir?
A partir de ese día, el tren rojo estuvo orgulloso de sí mismo y paseaba seguro de sí mismo y feliz haciendo silbar su silbato con alegría anunciando su llegada al centro de la ciudad.
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