Era primavera en el bosque. Las distintas familias de pájaros piaban con alegría anunciando que sus huevos empezaban a romperse y asomaban las cabecitas de sus polluelos. Los señores Cuco, Petirrojo, Gorrión y P. Carpintero, entre otros, habían sido papás por primera vez. Las distintas mamás pájaro revoloteaban orgullosas presumiendo de crías. Debido a tanto nacimiento el bosque se llenó de idas y venidas, de revoloteos incesantes para adecentar nidos, traer comida y cuidar de los pequeños nuevos habitantes.
Sin embargo, no todo eran alegrías, mamá Gorrión llevaba unos días preocupada por uno de sus hijitos. Desde que rompiera el cascarón había piado mucho más fuerte e incesantemente que los demás. La reclamaba constantemente, pedía el calorcito de su plumaje en las noches y en las siestas, parecía tener más hambre que los demás y apenas la dejaba vivir. De hecho, gracias a que papá Gorrión la ayudaba en los quehaceres del nido, la señora Gorrión pudo observar más a aquel indefenso, frágil y demandante polluelo, al que curiosamente atendía rauda y veloz incapaz de verle sufrir.
Pronto el bosque entero y el resto de familias de pájaros criticaron la actitud de la familia Gorrión. Cuando se acercaban de visita a su nido, no dudaban en alabar cómo crecían sus crías y que bien comían y dormían. Aconsejaban a mamá Gorrión apartarse de su pequeño, le confirmaban que lo que su polluelo necesitaba era llorar y piar sólo para aprender a calmarse y a ser independiente. Le asustaban diciendo que atendiéndolo siempre jamás abandonaría el nido y más adelante sería todo un problema para ellos.
Pasaron los meses y los polluelos crecieron, uno a uno, dependiendo de la familia, fueron dejando el nido y experimentaron sus primeros vuelos. Todos menos uno, el gorrioncito que tan apegado vivía a su madre. Aunque el resto de los pájaros les insistían para que sus padres le animaran con un ligero empujoncito a salir del nido, mamá Gorrión, siempre dulce, les hacía caso omiso. Contestaba en cada ocasión la misma frase: cada polluelo necesita su tiempo, cada polluelo tiene su ritmo. Cada cría es un mundo. Estoy segura de que llegará el día en el que eche a volar sin que yo deba obligarlo.
Una radiante mañana de otoño, estando solos en el nido, mamá Gorrión observó que su pequeño sacudía las alas y sin decirle ni pío se acercaba tímidamente al borde de su limitado hogar. Y de repente, al oír a lo lejos la voz de su padre, no se lo pensó, saltó y voló hasta él. Fue un vuelo rápido y seguro, impecable en la ejecución y mamá Gorrión los recibió a ambos dando pequeños saltitos, tan nerviosa que no sabía ni como expresar tanta alegría. Sólo pudo pensar que el bosque entero ya sabía que su polluelo había echado a volar, que había llegado su hora, que ella había disfrutado con la compañía y el contacto de su hijo hasta este mismo día y que como todos los demás iba a dejar el nido siendo ya un Gorrión independiente y seguro de sí mismo.
Sin embargo, no todo eran alegrías, mamá Gorrión llevaba unos días preocupada por uno de sus hijitos. Desde que rompiera el cascarón había piado mucho más fuerte e incesantemente que los demás. La reclamaba constantemente, pedía el calorcito de su plumaje en las noches y en las siestas, parecía tener más hambre que los demás y apenas la dejaba vivir. De hecho, gracias a que papá Gorrión la ayudaba en los quehaceres del nido, la señora Gorrión pudo observar más a aquel indefenso, frágil y demandante polluelo, al que curiosamente atendía rauda y veloz incapaz de verle sufrir.
Pronto el bosque entero y el resto de familias de pájaros criticaron la actitud de la familia Gorrión. Cuando se acercaban de visita a su nido, no dudaban en alabar cómo crecían sus crías y que bien comían y dormían. Aconsejaban a mamá Gorrión apartarse de su pequeño, le confirmaban que lo que su polluelo necesitaba era llorar y piar sólo para aprender a calmarse y a ser independiente. Le asustaban diciendo que atendiéndolo siempre jamás abandonaría el nido y más adelante sería todo un problema para ellos.
Pasaron los meses y los polluelos crecieron, uno a uno, dependiendo de la familia, fueron dejando el nido y experimentaron sus primeros vuelos. Todos menos uno, el gorrioncito que tan apegado vivía a su madre. Aunque el resto de los pájaros les insistían para que sus padres le animaran con un ligero empujoncito a salir del nido, mamá Gorrión, siempre dulce, les hacía caso omiso. Contestaba en cada ocasión la misma frase: cada polluelo necesita su tiempo, cada polluelo tiene su ritmo. Cada cría es un mundo. Estoy segura de que llegará el día en el que eche a volar sin que yo deba obligarlo.
Una radiante mañana de otoño, estando solos en el nido, mamá Gorrión observó que su pequeño sacudía las alas y sin decirle ni pío se acercaba tímidamente al borde de su limitado hogar. Y de repente, al oír a lo lejos la voz de su padre, no se lo pensó, saltó y voló hasta él. Fue un vuelo rápido y seguro, impecable en la ejecución y mamá Gorrión los recibió a ambos dando pequeños saltitos, tan nerviosa que no sabía ni como expresar tanta alegría. Sólo pudo pensar que el bosque entero ya sabía que su polluelo había echado a volar, que había llegado su hora, que ella había disfrutado con la compañía y el contacto de su hijo hasta este mismo día y que como todos los demás iba a dejar el nido siendo ya un Gorrión independiente y seguro de sí mismo.
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