Aldo había amado la escritura desde siempre. Adoraba las palabras que encerraban tanto misterio en tan poco espacio. Eran tan complejas, tan sutiles, tan cargadas de sensaciones y emociones. Solía decir a menudo que las palabras tenían magia.
Hizo de la palabra su profesión y su vida, se convirtió en un buen escritor, no podía ser de otra manera. No le faltaba imaginación, ni estilo, las palabras fluían con elegancia hacia el papel sin ningún tipo de esfuerzo. Era dichoso y sabía que la vida le había regalado un don permitiéndole escribir. Trasmitía sus emociones, escondía sus mayores secretos, vivía otras vidas, otros sueños, reía con los finales felices, lloraba con el desamor, llenaba de esperanza sus relatos. Durante mucho tiempo de su mano nacieron decenas de obras, escribía hasta altas horas de la madrugada poseído por la euforia de la imaginación derrochando escenas. Durante el día también escribía para todo aquel que no podía o no sabía escribir, documentos, cartas, poemas, lo que le pidieran, se convertía en traductor, en mensajero, en escribano.
Aquellos fueron días felices y plenos, desbordantes de pasión por las letras pero las cosas no siempre son como uno desea. A veces la suerte cambia, a veces la Fortuna y las musas, caprichosas, giran su mirada hacia otro lado y se desvanecen, dejándolo a uno a la deriva y solo ante un destino amargo.
Una mañana, Aldo, se despertó sin ideas. Jamás le había pasado así que, aunque perplejo, se percató de inmediato. Intentó no preocuparse demasiado, quizás el cansancio estaba haciendo mella en él, tampoco era cuestión de ponerse más nervioso, su musa, la misma que imaginaba a su lado siempre que se encontraba inmerso en sus cuentos e historias, de algún modo, volvería y le inspiraría de nuevo. Pasaron los días y nada cambió. Su cabeza estaba seca, nada le inspiraba ni le motivaba lo suficiente como para escribir sobre ello, así que se limitó a su trabajo en la plaza del pueblo ayudando a aquellos que nunca habían aprendido ni a leer ni a escribir. Y Aldo con el paso del tiempo empezó a entristecerse, a apagarse, como un cabo de vela. Le faltaba lo que más alimentaba su alma, la escritura.
Una noche alguien tocó a su puerta. Al abrir se encontró la figura de un hombre. Iba envuelto en una capa oscura y un gran sombrero que apenas dejaban entrever su mirada. Su voz era profunda y cavernosa. Se quedó justo en la entrada susurrando que venía a solucionar sus problemas si él aceptaba el trato que pensaba proponerle. Era sencillo, la inspiración de por vida a cambio de su corazón. El escritor no se lo pensó, no pudo….. su mente estaba totalmente aletargada por el alcohol que había bebido desesperado por no poder encontrar la manera de transmitir todos sus sentimientos a través de las palabras. Llevaba tanto tiempo sin crear ni un solo relato, ni un cuento, ni un poema, que solo pudo suspirar - ¡ojalá fuera así!. - El hombre de oscuro solo contestó: - ¡sea!- y desapareció.
Un encuentro tan extraño que apenas si lo recordaba como un sueño al día siguiente. En realidad se parecía tanto a una escena de alguno de sus cuentos que sólo podía pertenecer al mundo de la fantasía. Le dolía bastante la cabeza y aun así un impulso le llevó hasta el escritorio. Se sentó respirando hondo y en el mismo instante en el que apoyó la pluma en las cuartillas, las palabras fluyeron como un torrente incontrolado. Fueron unos meses desbordantes de obras y cuartillas, relatos y más relatos que se agolpaban su mente y su casa. Pero sin corazón había cambiado lo esencial, lo más importante en su vida, no sentía absolutamente nada por sus obras. Los relatos no tenían sentimientos, no poseían alma, el vacío de su corazón los dejaba carentes de emociones. No se podían palpar ni la alegría, ni la culpa, ni el miedo, ni la sorpresa. Escribía, sí, pero no sentía a su musa, ella no había vuelto. Y si no había vuelto, tampoco había vuelto la inspiración. Era un autómata, sin más. Frío como el hielo.
Aldo cambió de carácter. No podía soportar la falta de sentimiento de sus obras, echaba de menos las emociones que le hacían escribir hasta que le dolían las manos. La falta de pasión con la que ahora trabajaba iba a acabar con él. El frío hueco de su corazón le hacía daño, sus obras sin alma eran su mayor vergüenza. Deseó dar marcha atrás, deseó volver al pasado, deseó ver en el espejo al Aldo que sentía con fuerza por cada poro de su piel.
Al cabo de un año, justo cuando se cumplía el aniversario del siniestro pacto, volvieron a llamar a su puerta durante la noche. El mismo hombre siniestro y la misma sensación de estar viviendo un sueño. Aldo, llorando, le rogó por la devolución de su corazón puesto que se hallaba al borde de la locura. El hombre sólo le dijo – deberías tener cuidado con lo que deseas y más aún con el precio que estás dispuesto a pagar por convertir tus deseos en realidad. Vuelve a sentir, que vuelva a palpitar tu corazón en tu pecho pero con un precio, no volverás a ser capaz de escribir nunca más. - Aldo, conmocionado solo acertó a decir – ¡Sea! – en un susurro.
Y así fue. Aldo jamás volvió a escribir pero sintió y vibró con las obras de otros, con la música, con los atardeceres de verano, con la sonrisa de un niño. Aldo no pudo volver a plasmar ni aventuras, ni cuentos, ni fábulas en papel pero volvió a sentir y esta segunda oportunidad no la desaprovechó, vivió con intensidad toda su vida apurando los pequeños y grandes detalles que le ofrecía.
Hizo de la palabra su profesión y su vida, se convirtió en un buen escritor, no podía ser de otra manera. No le faltaba imaginación, ni estilo, las palabras fluían con elegancia hacia el papel sin ningún tipo de esfuerzo. Era dichoso y sabía que la vida le había regalado un don permitiéndole escribir. Trasmitía sus emociones, escondía sus mayores secretos, vivía otras vidas, otros sueños, reía con los finales felices, lloraba con el desamor, llenaba de esperanza sus relatos. Durante mucho tiempo de su mano nacieron decenas de obras, escribía hasta altas horas de la madrugada poseído por la euforia de la imaginación derrochando escenas. Durante el día también escribía para todo aquel que no podía o no sabía escribir, documentos, cartas, poemas, lo que le pidieran, se convertía en traductor, en mensajero, en escribano.
Aquellos fueron días felices y plenos, desbordantes de pasión por las letras pero las cosas no siempre son como uno desea. A veces la suerte cambia, a veces la Fortuna y las musas, caprichosas, giran su mirada hacia otro lado y se desvanecen, dejándolo a uno a la deriva y solo ante un destino amargo.
Una mañana, Aldo, se despertó sin ideas. Jamás le había pasado así que, aunque perplejo, se percató de inmediato. Intentó no preocuparse demasiado, quizás el cansancio estaba haciendo mella en él, tampoco era cuestión de ponerse más nervioso, su musa, la misma que imaginaba a su lado siempre que se encontraba inmerso en sus cuentos e historias, de algún modo, volvería y le inspiraría de nuevo. Pasaron los días y nada cambió. Su cabeza estaba seca, nada le inspiraba ni le motivaba lo suficiente como para escribir sobre ello, así que se limitó a su trabajo en la plaza del pueblo ayudando a aquellos que nunca habían aprendido ni a leer ni a escribir. Y Aldo con el paso del tiempo empezó a entristecerse, a apagarse, como un cabo de vela. Le faltaba lo que más alimentaba su alma, la escritura.
Una noche alguien tocó a su puerta. Al abrir se encontró la figura de un hombre. Iba envuelto en una capa oscura y un gran sombrero que apenas dejaban entrever su mirada. Su voz era profunda y cavernosa. Se quedó justo en la entrada susurrando que venía a solucionar sus problemas si él aceptaba el trato que pensaba proponerle. Era sencillo, la inspiración de por vida a cambio de su corazón. El escritor no se lo pensó, no pudo….. su mente estaba totalmente aletargada por el alcohol que había bebido desesperado por no poder encontrar la manera de transmitir todos sus sentimientos a través de las palabras. Llevaba tanto tiempo sin crear ni un solo relato, ni un cuento, ni un poema, que solo pudo suspirar - ¡ojalá fuera así!. - El hombre de oscuro solo contestó: - ¡sea!- y desapareció.
Un encuentro tan extraño que apenas si lo recordaba como un sueño al día siguiente. En realidad se parecía tanto a una escena de alguno de sus cuentos que sólo podía pertenecer al mundo de la fantasía. Le dolía bastante la cabeza y aun así un impulso le llevó hasta el escritorio. Se sentó respirando hondo y en el mismo instante en el que apoyó la pluma en las cuartillas, las palabras fluyeron como un torrente incontrolado. Fueron unos meses desbordantes de obras y cuartillas, relatos y más relatos que se agolpaban su mente y su casa. Pero sin corazón había cambiado lo esencial, lo más importante en su vida, no sentía absolutamente nada por sus obras. Los relatos no tenían sentimientos, no poseían alma, el vacío de su corazón los dejaba carentes de emociones. No se podían palpar ni la alegría, ni la culpa, ni el miedo, ni la sorpresa. Escribía, sí, pero no sentía a su musa, ella no había vuelto. Y si no había vuelto, tampoco había vuelto la inspiración. Era un autómata, sin más. Frío como el hielo.
Aldo cambió de carácter. No podía soportar la falta de sentimiento de sus obras, echaba de menos las emociones que le hacían escribir hasta que le dolían las manos. La falta de pasión con la que ahora trabajaba iba a acabar con él. El frío hueco de su corazón le hacía daño, sus obras sin alma eran su mayor vergüenza. Deseó dar marcha atrás, deseó volver al pasado, deseó ver en el espejo al Aldo que sentía con fuerza por cada poro de su piel.
Al cabo de un año, justo cuando se cumplía el aniversario del siniestro pacto, volvieron a llamar a su puerta durante la noche. El mismo hombre siniestro y la misma sensación de estar viviendo un sueño. Aldo, llorando, le rogó por la devolución de su corazón puesto que se hallaba al borde de la locura. El hombre sólo le dijo – deberías tener cuidado con lo que deseas y más aún con el precio que estás dispuesto a pagar por convertir tus deseos en realidad. Vuelve a sentir, que vuelva a palpitar tu corazón en tu pecho pero con un precio, no volverás a ser capaz de escribir nunca más. - Aldo, conmocionado solo acertó a decir – ¡Sea! – en un susurro.
Y así fue. Aldo jamás volvió a escribir pero sintió y vibró con las obras de otros, con la música, con los atardeceres de verano, con la sonrisa de un niño. Aldo no pudo volver a plasmar ni aventuras, ni cuentos, ni fábulas en papel pero volvió a sentir y esta segunda oportunidad no la desaprovechó, vivió con intensidad toda su vida apurando los pequeños y grandes detalles que le ofrecía.
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