martes, 15 de septiembre de 2009

La casa







Pascual era un hombre luchador y de pocas palabras. La vida en el pueblo de montaña, en el que había nacido y crecido, lo había moldeado así. Madre decía que tenía el carácter de padre y bien pudiera ser, pero la falta de medios, la escasez, el frío, el hambre de sus cuatro hermanos menores y la falta temprana de padre por un oscuro accidente en las tierras mientras cazaba, también tuvieron algo que ver.

El resultado fue un niño serio e introvertido convertido en cabeza de familia demasiado pronto. Emigró a la ciudad dejando a madre labrando los campos y a sus hermanos mayores cuidando de los pequeños. Decían que la capital se podía conseguir un buen trabajo y mandar dinero a casa, para que al menos alguno de los pequeños pudiera estar en el colegio un tiempo más de lo que había podido estar él.

La vida en la capital no fue fácil ni tampoco la búsqueda del empleo con un buen sueldo. Empezó descargando en el mercado principal hasta que consiguió un puesto de peón en una obra. Durante años solo trabajó y ahorró haciendo llegar la mayoría del dinero a su familia. Con el tiempo se casó y fundó una familia a la par que sus propios hermanos seguían sus pasos, incluso fue mejorando su nivel de vida. Visitaban a madre siempre que podían para que viera crecer a los nietos que iban llegando. Nietos de ciudad, que veían el pueblo con ojos completamente distintos a los suyos.

Cuando madre murió, sus cinco hijos heredaron la casa del pueblo y algunas tierras. Ninguno de los cuatro hermanos de Pascual quiso saber nada de la casa. Se habían establecido y acomodado tanto en la capital, habían alcanzado tal nivel de vida que no tenían ningún interés en volver a pisar el pueblo a menos que fuera para ver a madre y madre ya no estaba. Pascual no se lo pensó, después de tantos años fuera, después de vivir una vida llena de altibajos, decidió perdonar a la dureza de aquella época, reconciliarse con la parte bella de aquel minúsculo pueblo de alta montaña y remodelar la vieja casa familiar para abrir una casa rural.

Conforme el proyecto tomó forma, llegó a invertir hasta el último de sus ahorros, pues bien merecía la pena recuperar la felicidad que de niño sentía que desaparecía en los rincones de aquella vieja casa. Con las obras la casa cambió y mientras esto sucedía se borraban los malos recuerdos de su niñez. Estuvo pendiente de cada detalle para que la casa fuera un verdadero hogar y que sus moradores se sintiesen felices en ella. Imaginaba niños jugando en el prado de la parte trasera, amigos, familias y parejas saliendo de excursión por la puerta principal y regresando risueños al caer la tarde, agotados y con las retinas llenas de la belleza del lugar. ¡Cuánto había cambiado todo, el país entero, en las últimas dos décadas!!! Ya no quedaba nada del sufrimiento y la pobreza que tenía metida en sus entrañas desde su más tierna infancia. Ahora, en el otoño de su vida, los ojos que se fijaban en la vieja casa, reflejaban una vida llena de esfuerzo y superación.

Pascual bien merecía una recompensa a toda una vida. Parecía que este último proyecto iba a ser esa recompensa, al fin y al cabo era cuestión de justicia. Pero a veces el destino no piensa igual y la fortuna en principio a nuestro lado, caprichosa, se nos vuelve adversa sin motivo alguno.

En el caso de Pascual la adversidad se llamaba Envidia, envidia del resto de los vecinos del pueblo. Miraban huraños y desconfiados a través de las ventanas, parapetados tras las cortinillas. Se reunían en pequeños corros murmurando, señalando la casa de Pascual y de repente los saludos en la plaza mayor fueron sustituidos por frentes fruncidas y gruñidos en los que apenas conseguía llegar a desentrañar unos buenos días.

El buen hombre no entendía nada. ¿Qué les pasaba a los cuatro vecinos que quedaban en el pueblo? Los conocía a todos. Las mujeres más mayores le habían cuidado como a un hijo más, y los hombres de su edad habían sido compañeros de juegos. Sin embargo parecía planear sobre él la sombra de una venganza. Viejas rencillas susurradas durante años se le colaban entre sueños por las noches.

La nueva casa rural se puso en marcha con un éxito arrollador. El libro de visitas colocado junto al arcón de la entrada rebosaba de comentarios satisfactorios que Pascual releía emocionado. Pero su satisfacción duró poco. El primer jarro de agua fría le cayó en forma de llamada de teléfono móvil. Una familia visitante sorprendida le llamaba porque no se les permitía aparcar frente a ninguna de las casas vecinas que habían colocado grandes caballetes pegados a sus fachadas, llegando incluso a rayar varios coches a modo de escarmiento. El aparcamiento se convirtió en toda una odisea, apenas quedaba espacio si no se aprovechaban las fachadas de las casas aledañas a las de Pascual.

El boicot de los vecinos no quedó ahí. Al parecer, cansados ya de no permitir el estacionamiento, decidieron cortar el agua de la casa mientras se encontraba habitada. Saltaban la verja y dañaban las persianas cuando la casa estaba cerrada e incluso llegaban a tirar piedras a las ventanas. Las molestias para los turistas fueron cada vez mayores y más agresivas. La tensión creciente consiguió romper la hermosa imagen idílica del pueblo.

Pascual, abatido, recordó las caras de preocupación de sus padres, la expresión de miedo de su madre tras la muerte de padre. Y a su mente volvieron imágenes y emociones completamente olvidadas.

Decidió observar a sus antiguos vecinos con detenimiento y en concreto vigilar con mucho recelo la casa contigua a la suya. La dueña era una mujer huraña y antipática, casi tanto como su hermano mayor. Ambos solteros y solitarios. Apenas los recordaba. Sus padres apenas tenían relación con estos vecinos debido a viejas disputas familiares por dos pequeños terrenos de labranza.

Aún hoy la anciana se paseaba por el pueblo como si éste le perteneciera y de hecho se mostraba lo más seca posible con los nuevos visitantes que acudían a la aldea. Y como un iceberg, su rostro apenas demostraba el odio acumulado durante años en su corazón. Odiaba a Pascual que solo había traído desconocidos pretenciosos al pueblo. Los odiaba, odiaba que invadieran las calles con sus coches nuevos, odiaba sus ademanes de ciudad. Estaba segura que los turistas llegaban pensando que el espacio que rodeaba la casa también era suyo, sentía que avasallaban, que ocupaban y ahogaban su hogar, su pueblo y a su gente. Tantas noches rumiando tortuosamente sobre el tema la convencieron lo suficiente y tantos monólogos dirigidos hacia su hermano lo machacaron a él lo suficiente como para que se gestara un plan decisivo para acabar con tanta invasión.

Pascual, al recuperar el contacto con el pueblo, comenzó a visitar con asiduidad la tumba de sus padres. Asistía a la misa en cada uno de sus aniversarios, en la vieja iglesia del pueblo, además de otras costumbres que fue adquiriendo, como compartir dominó en el bar de la plaza mayor con viejos conocidos. Aquel templado domingo de noviembre salió de misa y decidió pasar por la casa rural para revisar si había algún desperfecto. La crisis se dejaba notar y la casa quedaba sin alquilar a veces durante semanas. Ya que estaba allí bien podía dar una vuelta y recordar con emoción a su madre. No acertó a llegar a abrir la puerta principal de entrada, la de la pequeña verja de madera. Cayó desplomado después de que resonara un tiro en el aire. Sin más, así de fácil. Una vieja escopeta de caza y el resentimiento de toda una vida de envidia y amargura que se transformaron en locura hicieron el resto.

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