La niña Adela vivía con su familia en un pequeño pueblo en las montañas de un lejano reino. Era inteligente y buena, quería mucho a sus padres y cuidaba de sus hermanos pequeños. Le encantaba correr, jugar y hacer amigos.
Sin embargo, Adela albergaba una preocupación en su corazón que nunca había querido desvelar: Tenía mucho miedo de no ser aceptada por los demás, ella quería agradar a todo el mundo. Se esforzaba a diario por ser la mejor en el colegio y en casa pero cuando se iba a dormir, cada noche, pensaba que podía haberlo hecho aún mejor. No le gustaba mirarse en los espejos porque no quería saber cuál era su imagen no fuera a ser que se desilusionara con lo que se reflejaba.
Una mañana se acercó paseando con sus padres al inmenso lago que había cerca de su casa. La familia había decidido pasar el día en ese lugar y mientras sus padres preparaban la comida, se acercó a la orilla, pues un brillo rápido, fruto del reflejo del sol, le había llamado la atención. Se quedó muy quieta mirando. Allí no había espejos pero el agua tranquila reflejaba su imagen. Adela observó a la niña que tenía delante. Era una niña sonriente y con las mejillas rojas por el esfuerzo de haber corrido. Le brillaban los ojos y tenía una mirada muy dulce y divertida. Pensó que no estaba nada mal lo que veía, la niña del lago parecía interesante después de todo. Justo en ese instante sus padres la llamaron y se giró para ir en su búsqueda.
Esa noche, mientras repasaba todo lo que había hecho durante el día se acordó de su reflejo y se durmió pensando que lo importante no era lo que pensarán los demás de uno mismo. Lo fundamental era que ella estuviera satisfecha de sí misma. Debía esforzarse por ser mejor cada día sin rendirse y sentirse orgullosa de todo lo que conseguía a diario. Y cada día conseguía algo nuevo y bueno, estaba segura de ello porque se lo decía la sonrisa de sus padres al darle las buenas noches.
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