martes, 13 de octubre de 2009

El reflejo (versión II)

Adela era una mujer joven, ni alta ni baja, ni gorda ni delgada, ni lista ni tonta. Adela era sencillamente Adela: Amable, cariñosa, con un gran sentido del humor y relativamente feliz. De corazón tímido, sus virtudes se escondían tras una cara dulce y ademanes silenciosos. Intentaba pasar siempre desapercibida y no se miraba nunca en los espejos porque estaba segura de que no merecía la pena ver su imagen. Prefería cerrar los ojos e inventársela a su antojo aunque no fuera cierta. No tenía espejos en casa y los esquivaba cuando se los encontraba, incapaz de enfrentarse a ellos.

Vivía en lo mejor de la vida y guardaba mucho que ofrecer aunque ella no se lo creyera. En realidad no era consciente del miedo que guardaba en su interior, miedo de sí misma, ni de lo exigente que era consigo y con lo referente a su propia vida. No se gustaba, no se quería y estaba segura de que sus defectos superaban con creces a sus posibles virtudes. Cualesquiera que fueran, ella no era capaz de enumerar más de un par y haciendo verdaderos esfuerzos. Necesitaba agradar, quería a su familia y a sus amigos, le gustaba tratar con gente pero siempre volvía a casa con la sensación de no haberse comportado a la altura de las circunstancias, repasaba lo acontecido durante el día, repasaba situaciones y conversaciones para acabar anhelando la perfección. Sufría aunque intentaba no pensar en ello. La vida seguía su curso, sin pararse por culpa de sus miedos y ella se sumergía en su vida, intentando dar lo mejor pero sin verdadero convencimiento.

Una mañana ajetreada, en la que las prisas la llevaban en volandas al trabajo, un semáforo en rojo la colocó, por primera vez, frente a su imagen. En el escaparate de la acera de enfrente destacaba un gran espejo enmarcado en filigrana de plata. Era maravilloso, una obra de arte, impresionante y dentro le sorprendió una imagen. La figura de una chica joven, ni alta ni baja, ni gorda ni delgada, con unos ojos profundos e intensos que reflejaban sorpresa. La verdad es que era una imagen bastante armónica y agradable. El descubrimiento la fascinó y la dejó perpleja a partes iguales. Tanto fue así que al cruzar la calle se paró frente al escaparate para observar mejor la imagen que le devolvía aquel espejo. Los ojos con los que topó decían muchas cosas, le hablaban de ilusión, de alegría, de juventud, de empatía. También le susurraban suavemente de su cabezonería y exigencia, de sus nervios y sus miedos. Esos ojos le abrieron la puerta de su propio corazón.

Y Adela notó que aquella mañana ajetreada se diluía en su sonrisa, al ver que a pesar de no ser perfecta, no le desagradaba en absoluto su imagen y que ciertamente, con todo lo bueno y lo malo, tenía mucho que ofrecer a quien quisiera saber ver lo mismo que ella estaba viendo en ese instante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario